Interesante video sobre un protector solar que esconde toda una filosofía...de vida
martes, 29 de marzo de 2011
lunes, 28 de marzo de 2011
ENNIO MARCHETTO
jueves, 10 de marzo de 2011
LA CONSULTA DE DON ANTONIO
La consulta del médico del pueblo estaba siempre atiborrada de gente. Sus largos bancos de madera no bastaban para asentar a todos los pacientes que acudían, y, a la gente apiñada en la pared de pie, se añadían las que salían a la calle de modo nervioso, para, posteriormente, abrir la pesada puerta y volver a entrar.
Mis recuerdos son infantiles, lejanos, envueltos en el dulzón tiempo del pasado idealizado. No sé muy bien que edad acompañaba a mi maltrecho cuerpo de entonces, pero rondaría los 7 u 8. De esa consulta del médico de cabecera, situada en una calle estrecha (como todas las de la época), sin la futurista visión de los automóviles de hoy en día, hecha para pasar los carros de los labradores tirados por mulas y, a lo sumo, por alguna bicicleta chirriante en ambas direcciones, tengo en mi memoria visitas habituales e imágenes como foto fija en la retina.
La sala de espera era en realidad una espaciosa sala-recibidor de un edificio señorial, con columnas y un arco espectacular que separaba dos estancias. A la izquierda, inmediatamente al entrar, una puerta normal de madera, con dos hojas, que era la entrada al despacho del doctor. A la derecha una puerta ancha, cerrada casi siempre, que era el acceso a una amplia cochera particular de Don Antonio. Porque el médico del pueblo se llamaba Antonio y vivía en ese edificio que antes había sido estafeta de Correos. Los aposentos particulares estaban situados en el piso primero, y, de vez en cuando, se escuchaban pisadas de los chiquillos del médico en sus juegos infantiles y risas contenidas a alguna reprimenda materna.
Para acceder a ese piso privado, al fondo a la derecha una escalera de marmolina de muchos escalones, iluminados por un ventanal soleado que daba a un gran patio interior o jardín. Me fascinaba esa escalera, a la que acudía siempre a dejar mis posaderas en el frío material. Mis pantalones cortos, mis calcetines y mis Gorilas calzando. De vez en cuando subía los peldaños, pero sabíamos que no más allá del primer rellano. El tramo final, recto y directo de ella era de carácter privado, y, aunque no había normas escritas, todos respetábamos. Pero de esa escalera lo que me subyugaba era la barandilla que la adornaba: de hierro y madera, y en forma de arco . Me gustaba esa forma, forma que estaba culminada por el objeto de mi deseo: una espectacular bola roja con estrías luminosas a la luz solar, de cristal, que era el adorno de la barandilla. ¡Qué preciosa era!. La rozaba con mis delgados dedos temblorosos por una febrícula que me poseía, hasta que le tomaba confianza y la acariciaba sin reparo alguno. Recuerdo acercarme a ella con mis ojos imaginativos, y, en un intento de fundirme con la luz, creía ver escenas de otros lugares dentro de ella. A todo esto un rayo de luz amarilla proveniente de la ventana del patio, dotaba de un halo mágico ese rincón. La bola adquiría momentos espléndidos: ora roja, ora verde, ora azul. Sí porque parecía palpitar de vida propia.
La espera era larga, y, seguramente por esa fiebre infantil, mis sentidos estaban estimulados por la irrealidad. A lo lejos, los adultos hablaban o murmuraban mas bien, en un monótono tono que me adormecía...casi una letanía..., despertándome el pesado ruido de la puerta de entrada al impaciente de turno que la abría y cerraba sin cesar, o el adiós del que se iba a casa tras ser atendido por el doctor.
Pero la maravilla de esa sala no terminaba en la escalera , sino en el gran ventanal multicolor que dotaba de luz natural la estancia, y que encaraba de frente al gran jardín-patio de cuadriculada forma. Era una cristalera soberbia, con multitud de matices y colores en forma de cuadraditos diferentes: traslúcidos, incoloros, verdes, azules, amarillos, rojos...¡una joya de ventanal!. Acudía para posar mi rostro en el frío cristal, a ratos para mirar en amarillo, a ratos para ver el jardín rojo...en fin, todos los colores que estaban a la altura de mi corta edad. Y, ese tacto del cristal refrescaba un poco mi frente ardiendo.
A través de este espectacular ventanal se veía el tapiz verde de la flora de Don Antonio: palmeras altísimas, arbolitos exóticos, matas de flores diversas y naranjos con tonalidades distintas. Por descontado todo cobraba vida a través del cristal con que se mira, nunca mejor dicho: el jardín podría ser triste si lo veías con colores fríos o impresionantemente cálido por los colores de vida que podrían ser el amarillo o el naranja...incluso el rojo pintaba el lienzo de infierno pero palpitante y vital.
Se oían trinar a los gorriones que pululaban de árbol en árbol, inquietos, nerviosos como yo, y que, de vez en cuando salían en estampida hacía el cielo azul que se podía ver en lo alto, intimidados por la presencia humana en el patio. Eso es, el gran patio cuadrado tenía puertas y dependencias que jamás supe adónde conducían. Creo que a lavaderos, cocinas, cuartos de servicio...lo que sí veía a veces era una chica sirvienta que trasteaba por el pasillo izquierdo cargada de bultos de ropa o llevando bandejas de café humeante. Nunca supe para quién.
La señora de la casa, asimismo, cruzaba fugazmente ese lugar envuelta en el elegante misterio de su estilizada forma. Era una mujer muy guapa, muy bien vestida y de formas pulcras y educadas. Aunque jamás la ví detenerse un instante, ni, por descontado, mirar hacia la consulta, la reconocía los días de domingo y fiestas en la Iglesia, acompañada de su progenie y con un precioso velo de encaje cubriéndole el cuero cabelludo, elegantemente vestida y guardando una natural distancia con cierto sector de la población que, ni remotamente, se acercaba a su banco, aunque sí la saludaban con mucha educación y simpatía.
Había clases, para bien o para mal, pero sin forzar la situación: los humildes aceptaban ese hecho con ciertas profesiones y rangos (el clero, por descontado, los nobles venidos a menos y las profesiones lustrosas). Y la gente humilde y trabajadora trataba con respeto a esas personas, llamándolas de Usted siempre (Vostè en mi tierra).
El médico ejercía su profesión con doble tarea, por un lado, experto conocedor de la Medicina y, a la vez, su humano y empático trato (aunque tenía de vez en cuando ataques huraños de mal humor como todo el mundo), lo dotaban de categoría de psicólogo. Muchas de las personas que acudían a él, buscaban, aparte calmar dolores, combatir síntomas o curarse de enfermedades, ayuda psicológica y apoyo moral para buscar soluciones a problemas que no competían a la medicina tradicional, y menos en un profesional de una localidad muy pequeña. Pero él aceptaba de buen grado esta tarea, que ejercía con toda naturalidad. Sonreía y era persona de un elevado atractivo físico, especialmente entre la población femenina. Su capacidad mundana y empática , en realidad, lo hacían popular en toda la gente. Pulcro, repeinado, con traje de chaqueta y corbata, muy señor él, recibía a la gente en un despacho del que intentaré recordar su distribución y forma.
Cuando te abría la puerta para darte la entrada de bienvenida a la consulta, con un chirrido de bisagras no muy bien engrasadas, lo hacía con su peculiar sonrisa y mirada escrutadora. Te invitaba a sentarse y, metodicamente lo hacía él a continuación, tras su mesa repleta de papeles, libros, una lámpara de luz directa, talonario de recetas, lápices y alguna que otra fruslería tipo pisapapeles o figurita ad hoc. Recuerdo una especie de alfombrilla negra de goma que le servía de apoyo, ya que, sobre ella, escribía sus recetas, en su particular manera de prescribirlas, moviendo con rapidez la pluma estilográfica o el bolígrafo con capucha plateada, y , por supuesto, de forma ininteligible.
A la izquierda del despacho se alojaba una ventana rectangular, alta, siempre cerrada, pero que a través de ella se podía escuchar el trajín de vida de la calle: mujeres charlando de sus cosas, unos niños jugando, una bicicleta cruzando o el particular sonido de los cascos de las mulas que, parsimoniosamente, pisaban el suelo, cargando sobre sí ese lastre de carro, lleno hasta los topes, mientras, de vez en cuando, surcando como una rauda flecha, la voz del carretero dándole órdenes firmes y sin ambages de debilidad.
Al estar la habitación iluminada únicamente por esa lámpara de mesa, la penumbra circundaba el marco referencial, no obstante, con mi vista de 8 años, podía ver con claridad el entorno: una gran librería de madera y cristal, cubriendo las espaldas del doctor y todo el lateral de la pared del fondo. Enorme, maciza, cargada de libros. A veces quería adivinar de que trataban esos gruesos tomos, forrados de piel clara y con estampados azules y rojos en su lomo, y forzaba los ojos para leer cada lomo de todas las enciclopedias y Mademécums presentes.
Mientras mi madre se afanaba por contarle al doctor mis síntomas, podía curiosear un poco, mirando todo alrededor, abstrayéndome del todo de la conversación . Esas, pienso yo que serían, décimas de fiebre, me alteraban la percepción real y parecía estar casi flotando, como cuando te has tomado varias copas de alcohol y ya tus reflejos son como si se vivieran en una pantalla como irreales. Recuedo una chimenea del mismo material que la escalera, gris y blanca, y apagada. Muda de calor y aséptica, con varios cachivaches relacionados con la medicina que ahora se han perdido en mi memoria. Algunos cuadros al óleo, ya bastante antiguos, con motivos de antepasados (me figuraba yo), que colgaban de las paredes: Un señor militar de barba poblada y ojos protegidos de cejas monumentales, con traje de bonito, adornando las solapas motivos armamentísticos que no reconocía, a la derecha otro busto, de perfil en este caso, de un mofletudo, de nariz aguileña prominente al máximo, con bigote y pelo cano, mirando la lejanía. Una estampa de cacería completaba la galería: perros bicolores, blancos con motas negras correteando tras un pobre ciervo desvalido, ante la furia de dos caballeros de chaqueta roja con sendas armas en sus manos. El fondo verdoso y sucio de la tela hacían pensar eran antiquísimos, corroborando esta afirmación, el hecho de que los marcos, antaño dorados, eran de un gris oscuro feo.
Cuando don Antonio empezó a auscultarme y a tomar notas, no sentí temor, pero sí ví la cara de preocupación de mi madre quien, asentía a todas las recomendaciones del médico: total reposo en cama y muy buenos alimentos, calma y disciplina. Revisiones constantes y varios fármacos con los que se trataba mi dolencia (de la que hablaré más adelante). Pero, al hilo de la consulta, me envió a la otra habitación, la que describo a continuación, para ser inyectado...
Porque no se acababa aquí la consulta, ya que, en el oblicuo derecho, visto del paciente, se veía otra puerta de madera y cristal que comunicaba con otro pequeño despacho donde, un señor colaborador del doctor era el encargado de, o bien extraerte sangre o pincharte una inyección. Le llamábamos Practicante, lo que viene a ser un enfermero o ATS en la actualidad. El hombre, "prácticaba" con agujas y hacía curas.
Por descontado todos los críos teníamos mucho miedo a este señor, y deseábamos no estar tan enfermos como para ser "condenados" al sufrido pinchazo. Para mi desgracia, mi enfermedad fue tan larga y aburrida que sufrí durante meses la visita del señor Practicante a domicilio, bien para tomar muestra de mi sangre, bien para ponerme la correspondiente inyección.
Este segundo despacho-enfermería, dotado de biombo móvil para proteger la intimidad, estaba asimismo, atestado de enseres médicos o farmaceúticos: envoltorios de innumerables medicinas, cajitas de esparadrapo, pinzas, agujas varias, algodón, palanganas de porcelana y un lavabo al fondo.¡Ah!, y un hornillo de gas, donde se estirilizaban las agujas. Doradas y durísimas y de dimensiones considerables.
El enfermero también era super pulcro: su traje chaqueta, su corbata o su jersey de cuello alto, eso sí, protegido de una bata blanca que se enfundaba nada más entrar a trabajar. Olía muy bien, a perfume, pero, dependiendo de donde se moviera uno, en otra zona se mezclaba con el tufo químico de alguna medicina u alcohol, o cloro. El señor Practicante de status inferior al de Doctor, destacaba asimismo, por un particular acento que no reconocía familiar, un catalán mezclado con palabras castellanas que sonaban como una cancioncilla en sus labios, muy melodiosa. Llevaba un pequeño bigote, muy fino y cuidado, a lo Clark Gable, y gomina en el pelo negro peinado hacia atrás, con gafas de pasta negra. Era valenciano, lo supe después, y, pese a su amabilidad y empatía hacia el enfermo, el mero hecho de sus inyecciones por bandera, lo cargaban de antipatía injusta.
Por cierto, ahora recuerdo que, más mayor, me quedé sordo de un oído, el típico tapón de cerumen, y acudí a él para que me lo extirpara, cosa que hizo con una pera de goma y agua caliente. Era reacio y no salía, yo abría la boca y cerraba los ojos, concentrándome para que la maniobra resultara efectiva, indolora y rápida. Una soberbia salpicadura hizo que se apartara de un respingo, mientras el suelo y algunos objetos se empaparon: "Ya está, Maredeueta, de aquí ha salido de todo, han faltado los calcetines...", y me enseñaba la palangana de agua con trocitos de cerumen miel flotando en descomposición. ¡Qué asco!.¿Cómo era posible que yo tuviera eso dentro del oído, yo que me lavaba todos los días?. Luego me explicó que la cera se forma dese el interior y depende de las personas la cantidad de ella que se puede tener. Me acercó un reloj de pulsera, el suyo, para que notara el "tic-tac", a lo que asentí y se quedó satisfecho. ¡Madre mía qué bien escuchaba todo!, hasta el rozamiento del pulgar y el índice me sonaba a gloria. Recuperé los agudos maravillosamente, gracias al Practicante.
Tuve fiebre reumática, dos veces (la segunda en recaída), lo que me mantuvo en cama muchos meses, condicionando sin lugar a dudas mi personalidad y mis aficiones. Cierto, al estar tanto tiempo en cama, no podía sino el leer o escuchar la Radio, cosas que hice con fruición, así me aficioné a ambos placeres de la vida: escuchando discos dedicados, programas deportivos o seriales. Leyendo tebeos múltiples y libros de todo tipo. Por cierto que, ahora lo entiendo, esos 8 años en realidad eran 7, y trascurría el mes de Abril o Mayo, porque no pude hacer mi primera comunión con todos los niños de mi pueblo, ante el disgusto de mi madre que, para consolar mi desazón, colgó del armario ropero del dormitorio mi traje de marinero para que lo mirara de vez en cuando.
Las visistas médicas de Don Antonio fueron frecuentes, y la del Practicante también, como dije antes, porque me tuvieron que controlar muy a menudo y a medicar más. Pero otra de las cosas que hicieron especial al doctor fue el hecho de que, en cierta ocasión su visita profesional se tornó en cordial, eso es: me regaló un libro aparte de tomarme la tensión, mirarme el blanco de los ojos o auscultarme "Cuentos de la Alhambra" de Washington Irving, que leí con avidez y que aumentó mi fantasía, dotando a mis crisis febriles de vida propia en batallas de moros y cristianos...en una explosiva mezcla con mi héroe favorito de entonces El Capitán Trueno.
Pero esto será otra historia, hoy, simplemente, he querido, en estas breves líneas, recordar un pequeño capítulo de mi vida. Un recuerdo a Don Antonio, quién, por cierto, murió muy joven, demasiado, de un ataque cardíaco fulminante. En mi memoria su sonrisa, su afabilidad y esa sensación de seguridad que contagiaba en su consulta, y, por supuesto, ese regalo maravilloso a un joven paciente, regalo que, pienso yo ahora, seguramente haría extensible a otros muchos niños.
martes, 1 de marzo de 2011
CORRUPCION POLITICA
Mientras el pueblo español hace mil y un esfuerzos para llegar a fin de mes, pasando una de las crisis económicas más acentuadas en años, nos siguen sorprendiendo las noticias constantes en la prensa de corruptelas políticas de todo tipo. Naturalmente para embolsarse ellos unos extras millonarios. ¡Qué asco!.
Prevaricaciones, chanchullos, contrataciones ilegales, ocultación de bienes, concesiones, tergiversaciones...y robos descarados. Así vemos todos los días en casi todas las Autonomías españolas estas cotidianas historias de gentuza que se ha aprovechado del cargo político (¡¡¡que le hemos dado nosotros!!!), para joder a todo el pueblo. Ellos, of course no entienden de crisis, no se apuran de si podrán pagar a final de mes el recibo desorbitado de la multinacional productora de electricidad o si podrán hacer frente de la hipoteca sangrante que, auspiciada por acontecimientos, ¿externos?, se dispara. Ellos, podrán hacer frente a fianzas multimillonarias sin despeinarse (¿de dónde co...sacan el dinero?), en caso de ser descubiertos.Pero poco les pasará en el hipotético caso de ser condenados: una pequeña estancia con privilegios en una reclusión ad hoc y ya está, mientras sus bienes permanecerán intocables y del disfrute de su prole y familia, tan fresca y tan opulenta como siempre.
Es de vergüenza que España sea un país tan corrupto y de que los españoles seamos tan pasivos hasta la saciedad. Miren como en otros lugares no tan lejanos, la gente protesta, ¡y de qué manera!, para defender sus pisoteados derechos, para, en muchos casos conseguir cambiar esas circunstancias negativas que, siempre, siempre, repercuten en el débil. Y lo consiguen. Aquí no, aquí la gente habla del Barça y del Madrid y del personaje del corazón de moda. Se fuman un pitillo en la calle, se toman su carajillo y, a lo sumo, discuten durante tres minutos sobre la corrupción local más reciente. Y ya está, a otra cosa, mariposa. Y así nos va...
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