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viernes, 1 de octubre de 2010

UNA TARDE


La subida había valido la pena, estaba agotado pero feliz. La vista desde este pequeño y empinado monte era espléndida: un vasto horizonte dominaba el paisaje totalmente plano, sin ni tan siquiera otro promontorio que intentara acaso parecerse al de donde yo estaba sentado. A la izquierda se divisaba el campanario altivo de la iglesia del pueblo vecino, campanario que, de vez en cuando -y me preguntaba el porqué- se cubría de sonido de sus pequeñas pero cantarinas campanas. A la derecha mi pueblo, más cercano, tanto que casi se podría reconocer a la gente que paseaba por sus tranquilas calles. Al fondo, dominándolo todo el mar, bravío, azul y blanco por esa marejadilla que pintaba de olas este maravilloso lienzo.

La tarde era muy suave, y la brisa aliviaba el calor que mi cuerpo había tomado en un dduro esfuerzo energético para subir sin pausas. Invitaba la tarde a dormir una tardía siesta, y así me lo propuse, acomodando como pude un improvisado lecho, de hierbajos y hojas secas del imponente pino que coronaba la cima. El pino era vetusto, de considerables proporciones, con sus raíces largas, ágiles bajando en busca de alimento o hundiéndose en las entrañas de esta tierra arenosa. Pájaros que se espantan a mi presencia y vuelan entre trinos buscando un lugar más seguro para ellos. Revoloteaban insectos mil, aunque en estas alturas parecía que su afán era únicamente la exploración más que el conocimiento carnal del extraño ser que sorprendía su hábitat. Olor a manzanilla y romero, a mil fragancias que me eran familiares y acogedoras, pero que, en mi desconocimiento, era incapaz de identificar. Algún que otro balido hizo que mi vista se fijara en ese rebaño de ovejas que, ajenas a todo trastorno, buscaban alimento en esos rastrojos dorados. Su cencerro, arrítmico, me producía un especie de sosiego que, unido al sopor que empezaba a invadirme, aceleraron mi sueño precoz. Este lugar era casi mágico, era un refugio recién descubierto, un lugar donde romper con todo y abrazar la naturaleza y la vida. La brisa movía las puntiagudas hojas verde brillante, y las mecía al compás melodioso de un ulular apenas perceptible. Mis pies, desprovistos ya del sofocante calzado, se dejaban acariciar por ella, lo que activaba aún más el placer del extraordinario, y a la vez, cotidiano momento de este mes de Septiembre. Y sobrevino el sueño...y con él la paz a mi alterado ánimo de estos días.